(Perdón, empiezo de nuevo.)
Cuando llegaba el final del verano y había que ir a la escuela, me ponía ansioso y feliz. Empezaba en casa la febril campaña Pro Avituallamiento de Escolares (uniformes de clase, de gimnasia, útiles, libros, etc.), comandada por mi mamá, que montaba una logística frenética que generalmente empezaba por la parte más desagradable, la ropa -porque había que peregrinar por los cinco comercios autorizados por el colegio para proveer uniformes y encontrar la combinación exacta entre precio, calidad y tamaño, todo lo cual me aburría mucho, como en general me aburre cualquier intercambio comercial- y terminaba con la compra de los libros y/o manuales respectivos, pasando por la gratificante etapa de los útiles escolares.
En casa hubo épocas buenas, épocas no tan buenas y épocas bastante malas en lo económico, pero siempre se impuso la opinión de que comprar cantidades grandes de cualquier cosa contribuye al derroche, por lo que los stocks de consumibles escolares (llámense hojas, cuadernos y lápices) siempre eran bajos, casi amarretes. Mi vieja hacía especial hincapié en comprar ojalillos, invento que recuperaba hojas -y que a ella le parecían milagrosos- por lo que su uso era administrado personalmente. Según las épocas (en dolorosa proporción directa a su costo) teníamos cuadernos y repuestos Rivadavia, Estrada o Gloria. Sepa usted hacer la relación.
Recuerdo el placer de oler los cuadernos nuevos, de tocar el grano de papel, sentir su textura, buscando una comunión que no sentía con otros objetos. Quizá otro niño sintiera lo mismo con unos botines Fulvence a estrenar o una pelota de cuero nueva. Para mí el cuaderno en blanco era una promesa, una oportunidad. Me surgía una imperiosa necesidad de escribir para contarle cosas. Al cuaderno, que en realidad era yo mismo. A veces sólo eran dibujos.
Ocurría entre que se compraban los útiles y empezaban las clases. Por un lado, la absoluta conciencia de lo limitado del espacio, porque no podía usar todo el cuaderno ni mucho menos; por otro, la atractiva sensación de estar subvirtiendo el real uso del objeto. Después, lo que ahí constaba eran cosas que alguien me decía que tenía que escribir, y no era lo mismo.
Llegando el comienzo de clases, arrancaba las hojas y las quemaba. Me tomaba el trabajo de escribir las hojas opuestas, de manera de sacarlas de ambos lados de la encuadernación. Los pobres cuadernos llegaban más flacos de lo estimado al pupitre en temporadas más prolíficas y me retaban, más que nada porque el faltante era prueba de que no había quedado rastro de lo escrito. Mi vieja, salvo un par de estupideces que escribí a los ocho años, jamás tuvo contacto con estas otras pavadas y tenía un especial interés en descubrir si había en mí un futuro Borges, supongo que para no aterrarse por el retraído anormal que se la pasaba garabateando a escondidas y leyendo todo lo que caía en sus manos.
Quizá ya se haya hecho evidente la razón por la cual odiaba a la escuela: no me dejaba dónde escribir. Después, los cuadernos siempre empezaban demasiado pronto, casi instantáneamente.
Cuando tuve la primer computadora, escribí tranquilo porque borrar todo después era muy fácil. No había responsabilidad y fue la peor época, supongo, en cuanto a calidad.
Ahora que estoy más grande, más cínico y aprendí a relativizar la mirada del lector, el blog casi recupera la sensación de los cuadernos de vísperas de clases. Existe una leve responsabilidad, porque el espacio no es ilimitado y todavía tengo algo de decoro, contra lo que pudiera creerse. Pero ya no me obligo a quemar las hojas.
Sepa usted disculparme.
Fender, me gusto mucho este texto, realmente me pude trasladar al pasado... por una parte imaginar el tuyo y por otra recordar mis intensos intento de dibujar en cuanto papel, hoja o margen blanco de revistas que pudiera `pues en casa tampoco sobraban) y "reciclar" los espacios no usados por los que tiraban hojas cuando cometían errores... Lindos recuerdos. Gracias por compartir tus palabras y recordarme por un instante mi infancia. :)
ResponderBorrar¡Un abrazo amigazo!
Gracias por seguir escribiendo y por tirar cada vez menos hojas a las llamas :-)
ResponderBorrarNunca será Borges, quizá ni siquiera una sombra, pero será usted. Y sus palabras. Y la forma en que las une, que siempre me conmueve porque tiene esa capacidad de hablarle directo al microcine en mi cabeza.
Me hizo recordar, que porqueria los cuadernos gloria, no se podia borrar sobre esos. Mi mama tambien administraba los hojalillos (hoja, lillos, habla de fassso!)Mi problema era que llenaba los margenes de "porquerias" dibujos, micotextos y cosas asi, que siempre me conseguian una nota mas baja.
ResponderBorrarY justo ahora, que cambiaron cuadernos por discos rígidos... resulta que éstos se queman cuando quieren.
ResponderBorrarUna de las diferencias entre nosotros, es que vos escribís experiencias en forma literaria y yo lo hago desde la imaginación.
ResponderBorrarY a vos te sale espectacularmente bien.
A este texto concreto me remito.
Pero como soy malo y resentido me conformo con el argumento mezquino de que vos hacés trampa. Y que tu trampa es rubia y hace buenos tragos y unos pancitos saborizados que nunca alcancé a probar.
Un abrazo Fen.
Profe: mi viejo me enseñó a leer con el diario, escribiendo en los márgenes del Clarín. Mucho tiempo después, yo seguía usándolos para escribir.
ResponderBorrarCass: jeje, "microcine".
Nicolás: aunque no creas, me molestaban más los Rivadavia, porque se perforaban. Los Estrada eran mis preferidos.
Unser: tengo un cementerio de discos rígidos!
Vill: no se crea, siempre me resultó más fácil no hablar de mí. Pero me obligo, por lo menos acá. La rubia, aparte de ser mi arma secreta para la escritura, lo es para cosas más importantes en mi vida, debo decirle. Que haga ricos mojitos es un detalle. :)
Gracias a todos por comentar.