Hubo una época de mi infancia, entre los siete y los diez años, en la que me había puesto demasiado serio. Fue una época larga para tan poquitos años de vida.
Algunas causas pude identificarlas posteriormente: deseaba fervientemente agradar a mis mayores; emular ese aire grave y solemne con que los adultos impregnaban cualquier pavada; sufría del acoso de pensamientos demasiado sombríos -inducidos por lecturas poco orientadas y convenientes- que me hacían llevar todo a la tremenda (casi un Drama Prince); y, tras cartón, habitaba con temor más en el mundo de las consecuencias que en el de las causas, cayendo en el agobio de la irreflexiva disciplina familiar, religiosa y escolar, capaces de castigarme por crímenes que me creía totalmente capaz de cometer involuntariamente.
Ya hablé aquí de las primeras veces. Como un ciego que entra por primera vez a un cuarto y que se da contra las paredes y los muebles hasta que recuerda dónde están, estaba a merced de la ignorancia.
De aquella época recuerdo una pesadilla espantosa que me llenaba de terror en las madrugadas y que era recurrente. Jamás pude describirla con facilidad: sentía que había hecho algo monstruoso, algo fuera de toda medida pero que ni yo sabía qué era. La desesperación me llevaba a levantarme, revisar el baño y otras dependencias, buscando qué podía ser. Una vez instalado el miedo ya no podía dormir tranquilo.
Después de los diez años empecé a desconfiar de los adultos. El Edipo me pegó con accesorias en la credibilidad. Empecé a descreer, sobre todo, de la justicia de mis mayores; no siempre era universal, no siempre era automática, no siempre era irreflexiva. Se podía negociar, don Inodoro.
Aprendí a darme un poco de crédito. Por un lado, no se puede vivir midiendo constantemente las consecuencias (un proceso que se va de madre en la adolescencia); por el otro, a medida que crecí las reglas dejaban de agarrarme desprevenido.
Puedo hacer hoy introspección y encontrar nuevamente esa sensación de angustia, azoro y decepción de entonces. Hasta el corazón se me acelera. Es como el sabor del agua de mar, que no me abandona aún después de casi treinta años sin pisar una playa.
Algunas causas pude identificarlas posteriormente: deseaba fervientemente agradar a mis mayores; emular ese aire grave y solemne con que los adultos impregnaban cualquier pavada; sufría del acoso de pensamientos demasiado sombríos -inducidos por lecturas poco orientadas y convenientes- que me hacían llevar todo a la tremenda (casi un Drama Prince); y, tras cartón, habitaba con temor más en el mundo de las consecuencias que en el de las causas, cayendo en el agobio de la irreflexiva disciplina familiar, religiosa y escolar, capaces de castigarme por crímenes que me creía totalmente capaz de cometer involuntariamente.
Ya hablé aquí de las primeras veces. Como un ciego que entra por primera vez a un cuarto y que se da contra las paredes y los muebles hasta que recuerda dónde están, estaba a merced de la ignorancia.
De aquella época recuerdo una pesadilla espantosa que me llenaba de terror en las madrugadas y que era recurrente. Jamás pude describirla con facilidad: sentía que había hecho algo monstruoso, algo fuera de toda medida pero que ni yo sabía qué era. La desesperación me llevaba a levantarme, revisar el baño y otras dependencias, buscando qué podía ser. Una vez instalado el miedo ya no podía dormir tranquilo.
Después de los diez años empecé a desconfiar de los adultos. El Edipo me pegó con accesorias en la credibilidad. Empecé a descreer, sobre todo, de la justicia de mis mayores; no siempre era universal, no siempre era automática, no siempre era irreflexiva. Se podía negociar, don Inodoro.
Aprendí a darme un poco de crédito. Por un lado, no se puede vivir midiendo constantemente las consecuencias (un proceso que se va de madre en la adolescencia); por el otro, a medida que crecí las reglas dejaban de agarrarme desprevenido.
Puedo hacer hoy introspección y encontrar nuevamente esa sensación de angustia, azoro y decepción de entonces. Hasta el corazón se me acelera. Es como el sabor del agua de mar, que no me abandona aún después de casi treinta años sin pisar una playa.
De poder puede, pero para que? Me hizo acordar un poco al corto Vincent de Tim Burton, y una escritora de libros para niños que dijo que la infancia es una etapa triste, un poco coincido, no me entra en la cabeza a quienes extrañan la niñez, pero la miro desde lejos, comodisimo...
ResponderBorrarLargo rato estuve leyendo y releyendo tus letras... retorné a mi infancia los temores casi olvidados, me gustó viajar verme y renovarme. ¡Gracias fender!
ResponderBorrarFENDER: estamos perdiendo mucho material para CONAN, mirá los coments de Lacanna: la gente está sedienta de un espacio donde descargar sus experiencias-encuentros-cercanos-del-tercer-tipo concubinales!
ResponderBorrarme hizo pensar en mi niñez, hijo único a veces en soledad, en esas edades que mencionas cuantas dudas transitaban por mi mente, sobre la vida y la muerte...que aun me acompañan. un abrazo
ResponderBorrarMi infancia hubiese sido desastrosa de no ser porque me empeñaba es ser inocente. Pero era una maraña de contradicciones y preocupaciones. Lo que si extraño es mi impunidad para reaccionar sin pensar demasiado.
ResponderBorrarMis lecturas eran peores. Recuerdo preguntarle a mi abuela si existía una religión que sea la verdadera.
Cuando la imponencia de los adultos empieza a borrarse comienza la buena vida, supongo.
Lindo post.
beso
Nicolás: bueno, no soy quien para criticar la melancolía ajena, apenas me alcanza para criticar la mía. Puede haber personas que añoren su infancia por cosas que pasaron antes o después.
ResponderBorrarLo de evocarlo tiene que ver con que nunca pude describirlo bien y, cada tanto, intento ver si he adquirido las herramientas para hacerlo, pero quizá necesite las un Poe (algo inaccesible para mí).
Profe: de nada! Todavía no tengo cómo hacer dinero con mis neuras, pero Burton (como dice Nicolás), lo encontró hace mucho. Los Grimm, también.
Blanc: me volvieron loco sus instrucciones. Clarificar y repetir.
MNSH: Salvo la religión, nadie tiene las respuestas.
Caliope: si algo me haría temblar es tener de hija una "caliopecita", no sé por qué. Creo que habría realimentación y sería peligroso. Mis hijos (los de verdad) saben de qué hablo.
y ademas soy un mal catolico, el tema se me complica. Por otra parte Usted es una persona demasido sensible, lo que no sabria decirle si es una gran virtud o un gran defecto, un abrazo
ResponderBorrarMe hiciste acordar -en algunos puntos- mi propia infancia.
ResponderBorrarEra un chico muy serio y los adultos señalaban este rasgo como positivo. Y yo lo alimentaba...
Al punto que hoy bien podría decir que soy menos -mucho menos- serio que aquel chico que fui una vez. A veces extraño a ese pibe...
Saludos,
Rapote
MNSH: tengo una amiga que a los hombres de sexualidad indeterminada les llama "Philippe le sensible".
ResponderBorrarRapote: para ser aquel pibe hay que desaprender mucho y, lo más difícil, perdonar(se) mucho.
(cada día hablo más como Paluch).
aja y porque Philippe?
ResponderBorrar