Generalmente leo en la cama. Me cuesta leer sentado; no por incomodidad física, sino por una falta de costumbre que termina intimando a mis huesos a yacer horizontales. Es una especie de reflejo pavloviano. Podría pasar seis horas así, con el libro en alto, si no fuera porque existe un mundo que reclama mi atención y mi propia conciencia que me remuerde por no hacer algo (más) útil y/o constructivo. Lamentablemente, todavía no me pude sacar de encima la sensación de que pierdo el tiempo cuando leo, inculcada por una familia poco proclive a leer salvo los domingos o días de vagancia legal. Hago un grato esfuerzo por ignorar el sentimiento pero no alcanza para leer horas y horas a mis anchas. Ojalá me pagaran por leer, así conjuro de una vez por todas el conflicto.
Entonces, uno de mis horarios más comunes para leer, toda mi vida y desde la infancia, es a la hora de dormir. Mi lado de la cama está lleno de libros. Cada tanto llevo a la biblioteca los que ya terminé y selecciono los nuevos (¡qué bien me siento cuando llego a ese punto, seleccionando qué leeré a continuación!).
En esos horarios, sobre todo si tuve un día movido y ya es tarde, suelo llegar a un punto en el que el libro se disuelve dentro del sueño y dispara una catarata de puro flash onírico. Las palabras se vuelven líquidas y la mente absorbe como papel secante. Los significados se evaporan, o más bien pierden su carácter transitivo -unívoco con lo que nombran- y calzan en los huecos de la conciencia, en un orden que poco tiene de caótico y mucho del iceberg de Hemingway, cerrando la brecha entre el relato y mi propia vida. El opaco mar de la conciencia se vuelve diáfano aire, y el enorme témpano se me revela gigante, volando entre las espesas nubes del inconsciente, liviano como un castillo en el cielo.
Entonces, uno de mis horarios más comunes para leer, toda mi vida y desde la infancia, es a la hora de dormir. Mi lado de la cama está lleno de libros. Cada tanto llevo a la biblioteca los que ya terminé y selecciono los nuevos (¡qué bien me siento cuando llego a ese punto, seleccionando qué leeré a continuación!).
En esos horarios, sobre todo si tuve un día movido y ya es tarde, suelo llegar a un punto en el que el libro se disuelve dentro del sueño y dispara una catarata de puro flash onírico. Las palabras se vuelven líquidas y la mente absorbe como papel secante. Los significados se evaporan, o más bien pierden su carácter transitivo -unívoco con lo que nombran- y calzan en los huecos de la conciencia, en un orden que poco tiene de caótico y mucho del iceberg de Hemingway, cerrando la brecha entre el relato y mi propia vida. El opaco mar de la conciencia se vuelve diáfano aire, y el enorme témpano se me revela gigante, volando entre las espesas nubes del inconsciente, liviano como un castillo en el cielo.
ah.. tu sabes que en mi vida he podido leer en la cama...
ResponderBorrara lo sumo un poco recostado en el futon.. pero sino me siento incomodisimo
y nunca cuando estoy muy cansado.. sino me sucede lo mismo.. me mimetizo con la historia al punto de que sueño.. y luego no recuerdo que parte lei y que parte me imagine. por lo que tengo que volver a empezar un libro interminable
"El opaco mar de la conciencia se vuelve diáfano aire, y el enorme témpano se me revela gigante, volando entre las espesas nubes del inconsciente. liviano como un castillo en el cielo."
ResponderBorrarUn sueño, mismamente. Qué felicidad.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarQué es eso de que tenés la sensación de que perdes tiempo leyendo???? ni leer a Capicua es una pérdida de tiempo. Vamos...a trabajar sobre ello.
ResponderBorrarLeer es como irse de minivacaciones; y si uno tiene suerte, se hace más inteligente, y en algunos casos, hasta alegra el alma.
Manuelita