Las palabras rebotan dentro de mi cabeza, en oleadas, proferidas por una multitud de "voceadores de verdades", cuya única existencia parece ser la repetición de una sola oración (y a veces ni eso, sobre todo al principio), la mayoría prejuicios adquiridos a lo largo de toda una vida: "las mujeres no mienten, omiten", "los hombres son siempre niños", por sólo mencionar algunas mencionables y que no me harán quedar tan mal.
La aliteración de argumentos pone delante y detrás unos con otros hasta que empiezan a tener sentido, o dejar de tenerlo del todo, por lo que el proceso, paulatinamente, decanta. Si escribiera en ese momento, me arrepentiría tanto que quizá me acobardaría de escribir para siempre. La realidad, esa gran ilusionista, también aporta su cuota de incertidumbre, desdiciéndose a menudo o revelándose de la peor manera posible, obligándome a cuestionarla y a cuestionarme: no puedo estar seguro de nada.
Pasando el tiempo las distracciones y el valor relativo de cada una de estas discusiones internas van apagando las trivialidades (la gran mayoría) y resaltando las que maceran hasta convertirse en frases que cualquier cristiano pudiera decir sin demasiado esfuerzo, aún cuando no esté de acuerdo con ellas. Ahí es cuando las puedo escribir. Por lo general, el poder hacerlo no me cura del todo, sólo detiene el daño. A veces es tarde.
Hasta que se produce todo el proceso, las angustias permanecen en las tripas esperando que alguien les ponga palabras. Para muchas de ellas es que están las canciones.
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