Hace años que mis amigos dicen que, ante la escasa chance que tengo de publicar un libro del que me sienta medianamente satisfecho, puedo ir despuntando el vicio escribiendo uno de "autoayuda" (seh, ningún libro es de autoayuda, pero usted me entiende). De paso, hago un poco de dinero (se hace lamentable hincapié en esto, debo decir).
Son mis amigos, qué podemos esperar.
Ellos se apoyan en determinadas participaciones mías en sus vidas, de las cuales -extrañamente- han salido más o menos felizmente por un consejo justo o una consigna reveladora. Creo firmemente en lo que digo en esas ocasiones (en casi todas) pero no soy muy conciliador, tengo poca paciencia, me considero un pesimista y no suelo decir lo que el otro espera escuchar. Encima soy bastante árido, así que no hay nadie más confundido que yo ante estas agradecidas opiniones.
De verdad me siento muy incómodo en el papel de "portador de epifanías ajenas" porque -para ir empezando- no soy un buen ejemplo y -para ir terminando- no tengo mucha más consignas que avanzar y minimizar los daños.
He descubierto (no hay que ser un genio, ni mucho menos) que dentro de las complicaciones en la vida que no son impuestas por el exterior, la de vivir en el pasado es la más condicionante y la más común. Es, de las imposiciones que nos hacemos, la neurosis más dañina. Y nos hacemos más vulnerables con los años.
Hay sentimientos asociados al pasado que nos resultan excesivamente atractivos: la melancolía, la nostalgia, la añoranza. Sin embargo, ahí acecha la depresión -lo sabe bien quien ha pasado por ahí o debe convivir con ella-. El pasado es, también, el hogar de la culpa, el remordimiento, el resentimiento y el odio, que debilitan la voluntad, la autoestima, la confianza en los demás y el perdón.
Sin embargo, el pasado tiene una característica muy importante -de ahí su atractivo-: lo revivimos y reelaboramos a gusto. Podemos rehacer esa jugada que nos salió mal cien veces y en todas nos saldrá bien. Somos libres de trocar decisiones, afirmaciones en negaciones, pérdidas en ganancias. Es posible suspender el tiempo, desmentir el presente y el futuro.
Pero no se puede negar al pasado, claro que no. Hacerlo es otro acto neurótico (este país vive entre la negación de la historia y su evocación romántica -así estamos-). Lo opuesto al pasado es la esperanza, la chance y el aprendizaje. La tozudez lo desmiente un tiempo pero puede ser otro timo: el orgullo herido vive también en el pasado.
Para salir adelante de estas trampas aprendí de los que menos saben de él: los niños. Su capacidad de asimilación es asombrosa, pero es consecuencia de tomarlo como un precio a pagar por un presente o un futuro (cuando las cosas siguen mal) mejor. Un niño que no tenga esperanza es la peor cosa que existe: es un adulto pequeño, un ser triste y derrotado demasiado temprano (debo decir que detrás de eso siempre hay uno o más adultos perversos).
Los adultos perdemos esa capacidad -creo yo- en la adolescencia (que para peor arranca cada vez más temprano). Es como una larga progresión logarítmica que nos lleva lentamente a una madurez que intuimos odiosa (¿culpa de nuestros padres, que la pintan como el fin de todo lo bueno?) y que de alguna manera queremos evitar. Dejamos de ser como niños y empezamos a renegar del precio a pagar. Queremos el futuro ahora, sin dilaciones. Cuando ese futuro llega, con todas las obligaciones, los roles y sus mandatos, es demasiado tarde. Perdemos la fe en el futuro. El yunque de la vida se nos afirma entre los hombros y, con la cerviz doblada, nos resulta más fácil con cada año que pasa revivir que vivir.
Habrá quien me diga que la melancolía es una forma de refutar la muerte próxima, de negarla. Como quieran: ahí está y lo único que nos separa de ella es este tramo que nos queda por vivir. Negarse a hacerlo es morirse ahora pero difiriéndole la comida a los gusanos.
Uff, el desarrollo de mi sesudo libro de autoayuda me alcanza para un post, apenas. Lamento desilusionarlos, chicos. Otra vez, sí.
Son mis amigos, qué podemos esperar.
Ellos se apoyan en determinadas participaciones mías en sus vidas, de las cuales -extrañamente- han salido más o menos felizmente por un consejo justo o una consigna reveladora. Creo firmemente en lo que digo en esas ocasiones (en casi todas) pero no soy muy conciliador, tengo poca paciencia, me considero un pesimista y no suelo decir lo que el otro espera escuchar. Encima soy bastante árido, así que no hay nadie más confundido que yo ante estas agradecidas opiniones.
De verdad me siento muy incómodo en el papel de "portador de epifanías ajenas" porque -para ir empezando- no soy un buen ejemplo y -para ir terminando- no tengo mucha más consignas que avanzar y minimizar los daños.
He descubierto (no hay que ser un genio, ni mucho menos) que dentro de las complicaciones en la vida que no son impuestas por el exterior, la de vivir en el pasado es la más condicionante y la más común. Es, de las imposiciones que nos hacemos, la neurosis más dañina. Y nos hacemos más vulnerables con los años.
Hay sentimientos asociados al pasado que nos resultan excesivamente atractivos: la melancolía, la nostalgia, la añoranza. Sin embargo, ahí acecha la depresión -lo sabe bien quien ha pasado por ahí o debe convivir con ella-. El pasado es, también, el hogar de la culpa, el remordimiento, el resentimiento y el odio, que debilitan la voluntad, la autoestima, la confianza en los demás y el perdón.
Sin embargo, el pasado tiene una característica muy importante -de ahí su atractivo-: lo revivimos y reelaboramos a gusto. Podemos rehacer esa jugada que nos salió mal cien veces y en todas nos saldrá bien. Somos libres de trocar decisiones, afirmaciones en negaciones, pérdidas en ganancias. Es posible suspender el tiempo, desmentir el presente y el futuro.
Pero no se puede negar al pasado, claro que no. Hacerlo es otro acto neurótico (este país vive entre la negación de la historia y su evocación romántica -así estamos-). Lo opuesto al pasado es la esperanza, la chance y el aprendizaje. La tozudez lo desmiente un tiempo pero puede ser otro timo: el orgullo herido vive también en el pasado.
Para salir adelante de estas trampas aprendí de los que menos saben de él: los niños. Su capacidad de asimilación es asombrosa, pero es consecuencia de tomarlo como un precio a pagar por un presente o un futuro (cuando las cosas siguen mal) mejor. Un niño que no tenga esperanza es la peor cosa que existe: es un adulto pequeño, un ser triste y derrotado demasiado temprano (debo decir que detrás de eso siempre hay uno o más adultos perversos).
Los adultos perdemos esa capacidad -creo yo- en la adolescencia (que para peor arranca cada vez más temprano). Es como una larga progresión logarítmica que nos lleva lentamente a una madurez que intuimos odiosa (¿culpa de nuestros padres, que la pintan como el fin de todo lo bueno?) y que de alguna manera queremos evitar. Dejamos de ser como niños y empezamos a renegar del precio a pagar. Queremos el futuro ahora, sin dilaciones. Cuando ese futuro llega, con todas las obligaciones, los roles y sus mandatos, es demasiado tarde. Perdemos la fe en el futuro. El yunque de la vida se nos afirma entre los hombros y, con la cerviz doblada, nos resulta más fácil con cada año que pasa revivir que vivir.
Habrá quien me diga que la melancolía es una forma de refutar la muerte próxima, de negarla. Como quieran: ahí está y lo único que nos separa de ella es este tramo que nos queda por vivir. Negarse a hacerlo es morirse ahora pero difiriéndole la comida a los gusanos.
Uff, el desarrollo de mi sesudo libro de autoayuda me alcanza para un post, apenas. Lamento desilusionarlos, chicos. Otra vez, sí.
Yo creo que sí, que tenés que escribir un libro con el que no estés conforme. Pero escribirlo igual.
ResponderBorrarYo padezco de lo contrario a vivir en el pasado, y es la planificación perpetua del futuro. Alma de guionista frustrada. Y no sé que es peor.
No tengo una miga de nada a la que anclarme, entonces divago facilísimo. Y me cuesta volver al presente.
Y si llegás a escribir el libro ese, con tanta incorfomidad de tu parte, yo lo compro.
Sísifo nunca terminó de aprender eso de "La única diferencia entre un cobarde y un valiente es que el valiente huye hacia adelante".
ResponderBorrarAunque también es cierto que no hay nada como ver rodar la piedra cuesta abajo una vez que llegaste a la cima del monte, para luego salir corriendo tras ella, medio a los tumbos, y volver a empezar...
P.D. Aunque te caigan indigestos los puntos suspensivos, ahí están. Abrazo.
Disiento en algo...
ResponderBorrarNo creo que la adolescencia arranque cada vez mas temprano.
Creo que no termina nunca de arrancar, con "adultos-niños" que siguen en sus casas paternas hasta bien pasados los 25 años -y muchos superan los 30- eludiendo obligaciones, roles y mandatos.
Muchos tienen el tupé (100% culpa de sus padres) de no colaborar siquiera económicamente en el hogar. Al extremo de casos en que los "pibes" ganan igual o mas que los padres por aquello de su profesionalización, desarrollada a costillas del esfuerzo de padres laburantes.
Con respecto a tu asombro, no pierdas la capacidad de reconocerlo.
Tus amigos te consideran precisamente por tu pesimismo/realismo y a pesar de tu aridez.
A la larga y conforme pasan los años se va valorando mas una cruda realidad, sincera, que una mentira a medias, falsamente optimista.
Escribí el libro che. Compro.
;) Rapote
Es cierto: con el pasado cada uno revela la foto como quiere. Pero a veces, el fracaso histórico recordado y contado es funcional a la misma satisfacción melancólica que genera "contar la parte linda".
ResponderBorrarLe diría incluso, que hay algo de morboso y narcisista en eso: imponerse como protagonista, forzar a que otros nos presten atención...es tan fácil generar curiosidad desde el pasado!.
La gracia está en bancarse ser imperceptible, o en todo caso, tener con qué atraer desde lo que se es y no desde lo que se fue o no se fue.
Juajuajua, autoayuda? Hay que ver a que es lo que ayuda su libro!
ResponderBorrarSiempre hay algo para extrañar, y algo para alcanzar, y no es que tan malo o bueno pueda llegar a ser eso, en cuanto lo de portador de epifanias ajenas, es algo que sale sin intencion, piense que nadie lo esperaba y sorprendase nomas, no es necesario sentirse incomodo.
maría: bueno, a veces vivo algo adelantado y me siento así. Es parte de otra neurosis, pero mientras te hagas cargo de lo que viviste y no te la pases huyendo (algo que yo sí he hecho), creo que está todo bien. Son $100, dejalos al salir...
ResponderBorrarSSS: No hay problemas con los puntos suspensivos, como verá ut supra.
Sísifo es mal ejemplo para mi hipótesis, pero para él eso de no querer morirse más que un proyecto es una traición.
Rapote: bueno, me van a convencer, eh!.
Con respecto al tema de los "adultos aniñados" es un punto de vista: decile a algún vivillo de esos que se vaya a dormir a las 22! Jeje. Esa es gente que las quiere todas, no son niños SON VIVOS!
Manuelita: Y, eso de mostrar las heridas como viejos marineros es muy humano. Yo mismo lo he hecho acá, pero creo que fue para empezar a hablar de algo de lo que me sentía incapaz.
Al final, de cualquier modo, no importan cuántos dragones hayamos degollado, sino qué haremos con el próximo cuando amenace a nuestra bella princesa.
Nicolás: ¡Eso mismo digo yo! ¿A qué voy a ayudar? ¿A suicidarse? No me entienden.
La incomodidad viene cuando me encuentro en la posición de "vení, decime vos qué te parece esto, yo no le encuentro salida" y cosas así.
Cierta empatía con el adolorido (nos reconocemos, creo) es la única herramienta con la que cuento.
Cómo comparto tu pensamineto sobre el futuro!, cuando llega ya no lo queremos y es demasiado tarde nomás.
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